A
través de su historia, Colombia ha mantenido un agudo conflicto agrario con
implicaciones en los ámbitos sociales, políticos, económicos y culturales del
país. La cuestión agraria [1] ha estado en el centro del histórico conflicto
político armado colombiano. No hay duda, el conflicto ha estado atravesado por
la disputa por la tierra.
En
este país, como en otros países latinoamericanos, es evidente la existencia y
permanencia de la estructura latifundista de la tenencia de la tierra, los usos
de la misma se realizan en contravía de su vocación y quienes se benefician de
políticas y programas son los señores de la tierra: terratenientes,
latifundistas, élites agropecuarias e inversionistas extranjeros.
Las
cifras oficiales demuestran una tendencia imparable a la concentración de la
propiedad, al aumento de las tierras dedicadas a la ganadería extensiva, a la
disminución de la producción de alimentos y al aumento de los desplazamientos
forzados de las comunidades campesinas asentadas en los departamentos con mayor
concentración de la propiedad rural (CODHES/UNICEF, 1998; Machado, 1998) [2].
Durante
el siglo pasado, el campesinado colombiano empeoró sus condiciones de vida y
considerables extensiones de territorios e importantes ecosistemas han sido
destruidos por los procesos de colonización que propiciaron las políticas
agrarias.
La
realidad es que el campo colombiano, escenario del conflicto armado, ha sufrido
importantes trasformaciones en los últimos años. Hay una tendencia regresiva de
los cultivos transitorios mientras que los de ciclo largo evidencian un
fortalecimiento. Esta tendencia ha estado asociada a conflictos en torno a la
tierra, al desplazamiento, a precarias relaciones laborales, y a los subsidios
o apoyos estatales. Es el caso, hoy tan en boga, de las plantaciones para la
producción de agrocombustibles a partir de la caña de azúcar y la palma
aceitera [3].